Tras una breve pausa de confinamiento dialéctico causado por ese veneno infeccioso llegado de oriente, nuestros guerreros políticos han vuelto a su estado natural y nos deleitan diariamente con ese espectáculo bochornoso que invade desde hace años, diría que décadas, nuestra convivencia social. Quizás, si repasamos nuestra historia contemporánea, podemos aceptar que este enfrentamiento siempre ha estado presente y que, en consecuencia, forma parte de nuestra naturaleza ibérica sin solución. Tampoco hay que nación-flagelarse, pues también tienen sus cuitas en latitudes más frías, pero que duda cabe que nos hubiera ido mejor como nación que somos que Calvino y Lutero hubieran cruzado los Pirineos hace quinientos años, revés histórico hoy parcialmente solventado por nuestra pertenencia en la UE, que ejerce de escudo a nuestra autodestrucción aunque a veces nos escuezan esos hanseánicos con su rigorismo, disciplina y orden.
Volviendo al presente, lo cierto es que se suceden unas elecciones tras otras y, en un país tan fraccionado como es el nuestro, únicamente coincidimos en el descrédito hacia nuestros representantes políticos. No voy dar ejemplos recientes que avalan dicha opinión pues solo dispongo de 300 palabras, de modo que únicamente voy reflexionar del porqué tenemos a una clase política tan mal valorada.
Quizás la respuesta la tenemos delante de nuestras narices desde hace siglos y no nos atrevemos a ponerla en práctica. Decía Platón en “La República” que "en un barco no debería decidir el más popular, ni las creencias populares, pues no por ser mayoría conocerán el camino"; ni el más rico (plutocracia), ni el más fuerte (tiranía), sino que "en un barco deberían decidir los que conocieran el camino junto con los que conozcan métodos de navegación, por eso el conductor en un barco es el más sabio sobre el tema, el capitán".
Algunas de nuestras leyes no está tan lejos de esa idea cuando se trata de evaluar a los ciudadanos para concederles ciertos derechos: debes demostrar una aptitud para poder conducir un vehículo de motor, pues está en riesgo la seguridad vial y la vida de las personas; o acreditar unos conocimientos para acceder a estudios superiores. Sin embargo, nada se exige más que tener 18 años para gozar del derecho al sufragio activo y pasivo, o sea, para elegir a quienes tienen que gestionar nuestras vidas, o poder ser candidato para esa función pública tan trascendente. Subestimar los derechos de sufragio nos conduce al populismo democrático que padecemos.
Leía hoy a quien proponía un gobierno compuesto por ilustres y reconocidos conciudadanos que a lo largo de su trayectoria personal y profesional han demostrado esa sabiduría a la que se refería Platón. Hoy por hoy esa elección no es posible sin el respaldo de un convocatoria electoral basada en el sufragio universal, de modo que la única solución para que el descrédito de nuestra clase política no siga eternizándose pasa, inexorablemente, por dos medidas urgentes que cercenen o filtren ese populismo destructivo y acerquen esa sabiduría a electores y candidatos. Por un lado, una modificación de la Ley Electoral que garantice a la ideología más votada poder desarrollar su programa ganador sin condicionamientos de otras opciones minoritarias que desvirtúen el resultado electoral. Y, sobretodo, si no es posible modificar nuestra Constitución en lo referido al derecho de sufragio universal, introducir en la escuela materias de enseñanza sobre ciudadanía, economía y gestión pública. Entretanto, tengan salud y paciencia. Y que vuelva La Liga.