Junio de 2022: la ciudadanía española, hastiada y empobrecida, vota hacia un giro ideológico agarrando su esperanza a una vida como la anterior a la versión política opuesta a la hasta ahora gobernante, y Vox gana las elecciones generales con 154 diputados, lo que le permite formar gobierno con el apoyo parlamentario del Partido Popular. Constituidas las Cortes Generales, los grupos parlamentarios que apoyan al gobierno introducen por la vía de urgencia y sin preaviso dos proposiciones de Ley unos minutos antes de iniciarse el Pleno en el Congreso de los Diputados, para ser aprobadas en ese mismo día vulnerando el procedimiento del reglamento de la cámara legislativa. En una de estas dos leyes se aprueba en el Congreso la derogación de la Constitución Española de 1978, y en la otra, una nueva ley de Convivencia Nacional que regirá la nueva realidad española. Los partidos de izquierda tratan de manifestarse en las calle en el ejercicio de su derecho de manifestación y libre expresión política, pero se ven impedidos a ello al recibir piedras, agresiones e insultos por hordas ciudadanas al grito de “comunistas” y “chavistas”, con la mirada contemplativa de la policía que, según las crónicas de testigos presenciales, únicamente procedió a la detención de dos personas por resistencia a la autoridad cuando pedían protección y protestaban por las agresiones sufridas. Septiembre de 2022: El Tribunal Constitucional anula las nuevas leyes de convivencia nacional por ser inconstitucionales y la fiscalía procesa a los “golpistas”. Meses después los cargos políticos del gobierno de Vox son encarcelados si bien buena parte de la población los considera presos políticos ya que se les priva de su libertad por sus ideas políticas. El presidente del gobierno de Vox consigue huir a Bruselas donde recibe protección jurídica de Bélgica y tras elecciones al parlamento europeo se le autoriza recoger el acta de eurodiputado viviendo plácidamente mientras la justicia española trata de extraditarlo. El nuevo gobierno provisional de izquierdas niega que sean presos políticos, pero la opinión pública española sí los considera como tales y las encuestas de cara a las inminentes elecciones generales prevén nuevamente la victoria electoral de Vox.
Aquí, un servidor, dedica su artículo mensual en “mallorcaconfidencial.com” en denunciar lo descrito anteriormente como actos fascistas y lógicamente inconstitucionales.
El relato de terror narrado en el anterior párrafo es ficticio y no puede acaecer ni ocurrirá en la España contemporánea, protegido por una normativa europea con valores indubitadamente democráticos que son aceptados muy mayoritariamente por la sociedad española, ya que a pesar de las deficiencias intelectuales de una parte importante de la población con derecho de sufragio, vivimos en una de las pocas democracias plenas del planeta (según índices de observadores e instituciones internacionales).
¡Oh, bueno, un momento!, en una región española en el noroeste de la península ibérica, limítrofe con Francia y con Andorra, conocida por su desarrollo económico, calidad de vida, por su capital olímpica e internacional y por sus bellos campanarios, desde los cuales pueden verse los propios del pueblo vecino, “algo está pasando”.
Cataluña es un territorio cuyos jóvenes crecieron en los últimos 30 años acomodados por un potente crecimiento económico, envidia del mundo entero por su clima, playas y montañas; disfrutando del mejor fútbol de la historia que ni sus padres o abuelos nunca habían soñado alcanzar de ver; y con sobredosis del Club Super3 y de “Polònia” como medios de adoctrinamiento por medio de mensajes subliminares desde la televisión púbica catalana que ni Rajoy se atrevió a cerrar; lo que se llamó, todo ello en su conjunto, la “Pax Catalana” pactada por Jordi Pujol y los sucesivos presidentes españoles para mantener de lado cualquier intento de resurgimiento soberanista. Se fue Pujol y su delfín no pudo mantener el régimen instaurado por su partido político, y cazados por su conocida pero inmune hasta entonces corrupción se subieron al monte y, como vía de escape, abrieron la caja de pandora que siempre había estado allí preparada por si, como dijo un día Johan Cruyff –vaticinando en su época de apogeo lo que le finalmente le ocurrió, pues conocía lo poco fiable que eran los catalanes dominantes-, tenían que salir en globo del lugar.
Lo que pasó después, con golpe de Estado institucional incluido (omitiré si hubo declaración unilateral de independencia de 8 segundos o no, ya que dicho vocablo nunca se usó en aquella declaración) , es conocido y debería causar bochorno, a quien, defendiéndolo, utiliza y defiende el concepto de Democracia constitucional occidental. Abochornados o no, en la zona alta de Barcelona la pijería constitucionalista seguía llevando a sus hijos a sus colegios privados internacionales, al tiempo que, por si acaso, sacaban sus ahorros y empresas fuera de Cataluña, o firmaban clausulas contractuales para poder huir de la región libre de ataduras laborales en el caso de que la cosa se pusiera fea, pero sin interés alguno en defender el ataque a sus derechos más fundamentales ni alzar en excesivo la voz, más allá de alguna manifestación callejera. El balón rodó en el Nou Camp el 1 de octubre de 2017 como metáfora de que, en el fondo, lo que ocurría no era más que un circo con indudable apoyo popular deseoso de alcanzar un sueño inalcanzable, dirigidos por políticos que lo que realmente pretendían era salvar su pellejo usando el sentimiento soberanista como medio para tal fin. La “declaración unilateral de independencia” tal como se hizo, y las negociaciones previas de Puigdemont para salir del atolladero donde se había metido fueron ejemplo de ello, como también la famosa y significativa, en ese sentido, foto en el parque de la Ciudadela tras los ocho segundos de euforia.
El pasado fin de semana en Vic, un poblado más del interior de la Cataluña rural, situado en la comarca de Osona, provincia de Barcelona, un partido político que sostiene gobiernos regionales importantes como en Madrid y Andalucía, y que hasta la fecha de hoy, con sus ideas que gustarán o no, no tiene tacha alguna desde el punto de vista del respeto al orden constitucional español, no pudo realizar un acto electoral democrático de campaña electoral y tuvo que abandonar la ciudad por patas ante el acoso, agresiones y violencia de ciudadanos del lugar, quienes, y esto es lo más penoso e irritante, se autodenominan antifascistas.
Cataluña es una sociedad podrida democráticamente pues es un hecho verificado en los últimos años que la mitad de su población no acepta la democracia constitucional ni el Estado de Derecho, y es probable que esta situación perdurará durante décadas en tanto que este odio visceral tiene raíces jóvenes que han sido adoctrinadas durante sus años de formación, y cuya ceguera a conceptos básicos y elementales como el respeto a la libertad ideológica o política, o la obediencia a las leyes aprobadas democráticamente, no puede tildarse ya involuntaria sino que, en una sociedad sobradamente informada -no siempre bien informada- persiste desde una conciencia voluntariamente radical y maquiavélica. El ejemplo más claro y transparente de ello es la realidad de los mal llamados presos políticos, cuyo juicio con todas las garantías democráticas (diría que con una exquisitez, flexibilidad, y paciencia por parte del Tribunal Supremo que ya nos gustaría a los picapleitos en el día a día), fue transmitido en streaming para todo el mundo, y avalado internacionalmente, y cuya excelsa y sobradamente motivada sentencia describe minuciosa y concienzudamente las conductas -hechos- concretas antijurídicas, típicas y punibles de cada uno de los penados. Con la sentencia del “procés” se puede estar de acuerdo o discrepar, pero es absolutamente ridículo y sonrojante mantener que los dirigentes independentistas condenados están presos por sus ideas políticas en vez de por hechos que, además, fueron notorios, televisados, y realizados públicamente sin ambages, desafiando con luz y taquígrafos a las instituciones democráticas del Estado. Y lo triste, decepcionante y sorprendente de todo ello es que dichas posturas radicales e ilegales estén apoyadas por ciudadanos bien formados intelectualmente, sin necesidades vitales apremiantes, y que realmente amparan la violencia como la que se contempló en Vic estos días pasados contra un partido político con gran representación democrática como Vox en el conjunto del Estado, aceptando como legítimo coartar su derecho de expresión y manifestación política, y que al mismo tiempo no hayan sido capaces, a pesar de su formación y de su facilidad en acceder a información verídica y fiable, de aceptar, reconocer, que los verdaderos fascistas son ellos mismos (que sería legítimo intelectualmente, pues “cogitationis poenam nemo patitur”).
Cabría preguntarles uno a uno, y preguntarse, qué hubiera sucedido en este país si lo que han hecho los partidos independentistas en Cataluña y sus seguidores en estos últimos tres años lo hubiera conseguido realizar Vox en el conjunto del Estado, y por qué, en tal caso, no considerarían legítimo dicho suceso cuando ellos mismos legitiman el Procés.